Esta es la estricta e intensa realidad que he vivido durante los casi dos primeros meses que llevo en El Fasher, capital del estado de Darfur del Norte y ciudad en la que trabajaré por un total de 6 meses. Debido al estricto régimen de seguridad, bajo el cual viven la mayoría de las organizaciones internacionales presentes en zonas de conflicto como esta, se aplica un toque de queda que básicamente reduce el día a día a cruzar la calle, para ir de casa a la oficina y volver. Mi paisaje no ha ido más allá de un par de calles, unos cuantos vecinos, gallinas, cabras y un par de burros. Me sigo sorprendiendo de la capacidad de adaptación de las personas.
Darfur sigue siendo un conflicto activo. Los indicadores por medio de los cuales se mide la intensidad o gravedad de un conflicto, reflejan menos barbarie de la que hubo años atrás, pero después de 7 años, siguen habiendo enfrentamientos entre rebeldes y el ejército, que provocan heridos, muertos y nuevos desplazados. La situación de seguridad no es ni muchísimo menos óptima. En zonas rurales los robos, violaciones y escaramuzas tribales están a la orden del día. Pero se vive, la gente vive, y trabaja, y yo entre ellos. Basta con tomar ciertas medidas de precaución en función de la zona en la que uno se encuentre, e imagino que Darfur es un parque infantil al lado de las favelas de Rio de Janeiro.
Cuando uno vive bajo tales restricciones, el trabajo acaba absorbiendo injustamente la gran mayoría de tu tiempo. No es fácil encontrar alternativas que ocupen horas de ocio, pero se consigue, y pienso dejar constancia de ello en las líneas que vaya escribiendo durante mi estancia en este paraíso humanitario. Hay tiempo suficiente. Y, más vale tarde que nunca, dicen.
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